Vivir sin escribir

Llevo un tiempo en mi tercera adolescencia.

Durante la primera, la biológica, la de hormonas locas, instintos románticos de amor y de muerte, escribía a borbotones, lo escribía todo y lo leía todo, y nunca era suficiente. La vida era todo altibajos, todo contrastes. A los 15 me llevaba una libreta y un boli cuando salía de bares. Nadie me pegó ni insultó, por cierto.

La segunda adolescencia me pilló en los 30, descubrí que todo aquello en lo que creía no tenía por qué ser cierto. Aquello del amor eterno, de darlo todo por alguien y de cumplir con ese camino que nos marca el entorno… bah, aquello acabó bajo el felpudo. Nunca fui muy normativa, pero fue entonces cuando decidí hacerlo oficial. Ser rara dejó de parecerme mal, para definir exactamente lo que soy. Asumir que mi camino era distinto al que me indicaron fue una liberación. Un renacimiento.

Y diez años después, aquí estoy. Dos años de deconstrucción (tan de moda), de reconstrucción, de experimentar…

Y me doy cuenta de que pocas cosas se mantienen, y deduzco que eso es lo que soy, lo que queda cuando vuelves, por tercera vez, a cambiar de piel. Mis amigos, mi entusiasmo por mi trabajo, el amor por la naturaleza, los animales, amaneceres, tormentas y arcoiris, la fotografía, la música…  y la escritura.

Siempre he escrito a borbotones. A escondidas. Lo que escribo me invade, atrapa mi mente y me exige una salida.

Siempre termino escribiendo las historias para que sigan su camino sin mí y poder seguir yo a lo mío. Para liberarlas y liberar mi mente de ellas.

No escribo para nadie. De hecho sigo escribiendo a escondidas, como llevo haciendo 30 años.

Y aunque últimamente no publico nada por aquí, soy consciente de que existen personas, entre las que estoy… que no podemos vivir sin escribir.

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